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lunes, 9 de abril de 2012

A LA CAZA DEL GAY (MARIO VARGAS LLOSA)

La noche del tres de marzo pasado, cuatro “neonazis” chilenos, encabezados por un matón apodado Pato Core, encontraron tumbado en las cercanías del Parque Borja, de Santiago, a Daniel Zamudio, un joven y activista homosexual de 24 años, que trabajaba como vendedor en una tienda de ropa.
Durante unas seis horas, mientras bebían y bromeaban, se dedicaron a pegar puñetazos y patadas al maricón, a golpearlo con piedras y a marcarle esvásticas en el pecho y la espalda con el gollete de una botella. Al amanecer, Daniel Zamudio fue llevado a un hospital, donde estuvo agonizando durante 25 días al cabo de los cuales falleció por traumatismos múltiples debidos a la feroz golpiza.
Este crimen, hijo de la homofobia, ha causado una viva impresión en la opinión pública no sólo chilena, sino sudamericana, y se han multiplicado las condenas a la discriminación y al odio a las minorías sexuales, tan profundamente arraigados en toda América Latina. El presidente de Chile, Sebastián Piñera, reclamó una sanción ejemplar y pidió que se activara la dación de un proyecto de ley contra la discriminación que, al parecer, desde hace unos siete años vegeta en el Parlamento chileno, retenido en comisiones por el temor de ciertos legisladores conservadores de que esta ley, si se aprueba, abra el camino al matrimonio homosexual.
Ojalá la inmolación de Daniel Zamudio sirva para sacar a la luz pública la trágica condición de los gays, lesbianas y transexuales en los países latinoamericanos, en los que, sin una sola excepción, son objeto de escarnio, represión, marginación, persecución y campañas de descrédito que, por lo general, cuentan con el apoyo desembozado y entusiasta del grueso de la opinión pública.
Los delitos de este tipo que se hacen públicos son sólo una mínima parte de los que se cometen.
Lo más fácil y lo más hipócrita en este asunto es atribuir la muerte de Daniel Zamudio sólo a cuatro bellacos pobres diablos que se llaman neonazis sin probablemente saber siquiera qué es ni qué fue el nazismo. Ellos no son más que la avanzadilla más cruda y repelente de una cultura de antigua tradición que presenta al gay y a la lesbiana como enfermos o depravados que deben ser tenidos a una distancia preventiva de los seres normales porque corrompen al cuerpo social sano y lo inducen a pecar y a desintegrarse moral y físicamente en prácticas perversas y nefandas.
Esta idea del homosexualismo se enseña en las escuelas, se contagia en el seno de las familias, se predica en los púlpitos, se difunde en los medios de comunicación, aparece en los discursos de políticos, en los programas de radio y televisión y en las comedias teatrales donde el marica y la tortillera son siempre personajes grotescos, anómalos, ridículos y peligrosos, merecedores del desprecio y el rechazo de los seres decentes, normales y corrientes. El gay es, siempre, “el otro”, el que nos niega, asusta y fascina al mismo tiempo, como la mirada de la cobra mortífera al pajarillo inocente.
En semejante contexto, lo sorprendente no es que se cometan abominaciones como el sacrificio de Daniel Zamudio, sino que éstas sean tan poco frecuentes. Aunque, tal vez, sería más justo decir tan poco conocidas, porque los crímenes derivados de la homofobia que se hacen públicos son seguramente sólo una mínima parte de los que en verdad se cometen. Y, en muchos casos, las propias familias de las víctimas prefieren echar un velo de silencio sobre ellos, para evitar el deshonor y la vergüenza.
Aquí tengo bajo mis ojos, por ejemplo, un informe preparado por el Movimiento Homosexual de Lima, que me ha hecho llegar su presidente, Giovanny Romero Infante. Según esta investigación, entre los años 2006 y 2010 en el Perú fueron asesinadas 249 personas por su “orientación sexual e identidad de género”, es decir una cada semana. Entre los estremecedores casos que el informe señala, destaca el de Yefri Peña, a quien cinco “machos” le desfiguraron la cara y el cuerpo con un pico de botella, los policías se negaron a auxiliarla por ser un travesti y los médicos de un hospital a atenderla por considerarla “un foco infeccioso” que podía transmitirse al entorno.
Estos casos extremos son atroces, desde luego. Pero, seguramente, lo más terrible de ser lesbiana, gay o transexual en países como Perú o Chile no son esos casos más bien excepcionales, sino la vida cotidiana condenada a la inseguridad, al miedo, la conciencia permanente de ser considerado (y llegar a sentirse) un réprobo, un anormal, un monstruo. Tener que vivir en la disimulación, con el temor permanente de ser descubierto y estigmatizado, por los padres, los parientes, los amigos y todo un entorno social prejuiciado que se encarniza contra el gay como si fuera un apestado. ¿Cuántos jóvenes atormentados por esta censura social de que son víctimas los homosexuales han sido empujados al suicidio o a padecer de traumas que arruinaron sus vidas? Sólo en el círculo de mis conocidos yo tengo constancia de muchos casos de esta injusticia garrafal que, a diferencia de otras, como la explotación económica o el atropello político, no suele ser denunciada en la prensa ni aparecer en los programas sociales de quienes se consideran reformadores y progresistas.
Ante la homofobia, las ideologías políticas se funden en un solo ente de prejuicio y estupidez
Porque, en lo que se refiere a la homofobia, la izquierda y la derecha se confunden como una sola entidad devastada por el prejuicio y la estupidez. No sólo la Iglesia católica y las sectas evangélicas repudian al homosexual y se oponen con terca insistencia al matrimonio homosexual. Los dos movimientos subversivos que en los años ochenta iniciaron la rebelión armada para instalar el comunismo en el Perú, Sendero Luminoso y el MRTA (Movimiento Revolucionario Tupac Amaru), ejecutaban a los homosexuales de manera sistemática en los pueblos que tomaban para liberar a esa sociedad de semejante lacra (ni más ni menos que lo hizo la Inquisición a lo largo de toda su siniestra historia).
Liberar a América Latina de esa tara inveterada que son el machismo y la homofobia —las dos caras de una misma moneda— será largo, difícil y probablemente el camino hacia esa liberación quedará regado de muchas otras víctimas semejantes al desdichado Daniel Zamudio. El asunto no es político, sino religioso y cultural. Fuimos educados desde tiempos inmemoriales en la peregrina idea de que hay una ortodoxia sexual de la que sólo se apartan los pervertidos y los locos y enfermos, y hemos venido transmitiendo ese disparate aberrante a nuestros hijos, nietos y bisnietos, ayudados por los dogmas de la religión y los códigos morales y costumbres entronizados. Tenemos miedo al sexo y nos cuesta aceptar que en ese incierto dominio hay opciones diversas y variantes que deben ser aceptadas como manifestaciones de la rica diversidad humana. Y que en este aspecto de la condición de hombres y mujeres también la libertad debe reinar, permitiendo que, en la vida sexual, cada cual elija su conducta y vocación sin otra limitación que el respeto y la aquiescencia del prójimo.
Las minorías que comienzan por aceptar que una lesbiana o un gay son tan normales como un heterosexual, y que por lo tanto se les debe reconocer los mismos derechos que a aquél —como contraer matrimonio y adoptar niños, por ejemplo— son todavía reticentes a dar la batalla a favor de las minorías sexuales, porque saben que ganar esa contienda será como mover montañas, luchar contra un peso muerto que nace en ese primitivo rechazo del “otro”, del que es diferente, por el color de su piel, sus costumbres, su lengua y sus creencias y que es la fuente nutricia de las guerras, los genocidios y los holocaustos que llenan de sangre y cadáveres la historia de la humanidad.
Se ha avanzado mucho en la lucha contra el racismo, sin duda, aunque sin extirparlo del todo. Hoy, por lo menos, se sabe que no se debe discriminar al negro, al amarillo, al judío, al cholo, al indio, y, en todo caso, que es de muy mal gusto proclamarse racista.
No hay tal cosa aún cuando se trata de gays, lesbianas y transexuales, a ellos se los puede despreciar y maltratar impunemente. Ellos son la demostración más elocuente de lo lejos que está todavía buena parte del mundo de la verdadera civilización.

CARTA A DANIEL ZAMUDIO (TOMADO DEL BLOG DE FELIPE MERCADO)

Daniel,
he sido testigo anónimo de la tragedia en la cual tu vida se vio involucrada durante estas semanas. Por algún motivo, y creo ser la voz de muchos en esto, cada día que pasaba tras la violencia de esa noche, mis pensamientos se fueron involucrando mas allá de la frialdad con que los medios exponían tu historia. “Joven homosexual atacado por neonazis”, fue una de las primeras cosas que leí. Recuerdo haber estado sentado en el living de mi casa cuando logré ver la noticia completa y se hablaba de huesos rotos y esvásticas. Más tarde, encontraron a tus agresores y publicaron sus fotos por toda la red. Y debo reconocer Daniel, que reaccioné con odio. No podía entender como existían personas capaces de  violentar tanto a otro, creyéndose jueces y dictando sobre ti un punto final. Arrancándote literalmente de la noche a la mañana de todo aquel que te ama. Me frustré, sentí cosas horribles por el país que habito y por la cultura que tenemos. Por la violencia. Por esta cultura indolente, egoísta y superficial.
Pero mis emociones no tardaron en cambiar. Se organizó una velatón frente a la Posta Central, y sin pensarlo mucho me dirigí a verte. Debo confesarte que no soy una persona que se involucre mucho, ocasionalmente espero que los demás lo hagan por mí. Pero ese día, sentí que debía hacerlo. Esa noche Daniel, vi a tu madre, acercarse a las velas que había encendido la gente en tu nombre. Casualmente quedé muy cerca de ella, rodeada de luces y periodistas que la acechaban.  ¿Y, sabes algo? Su rostro era tranquilo. Todo a su alrededor era caótico, pero sus ojos estaban en paz. De sus labios nació un ‘gracias por todo’ alegre y entusiasta, y los aplausos alrededor no tardaron en oírse. La aplaudí, Daniel, tanto como pude la aplaudí. Se puso de rodillas, encendió una vela y volvió a entrar, tan apacible como había llegado. Fue sin duda una de las cosas más bellas que he visto en este último tiempo. Un momento materno en cámara lenta, una despedida agridulce y serena. La belleza hiriente de verte partir sin haberlo pedido. Esa noche, ese simple acto reveló lo que fui a buscar ese día.
Hoy, no voy a culpar a la Iglesia ni a los sectores más conservadores. Hoy quiero reconocer mi culpa. No voy a inculpar ni a la política ni a los ilusos que se dejan influir por ideologías obsoletas, inhumanas y terribles que promueven el odio. Ni a la sociedad ni a la cultura. No voy  a culpar a esos padres que, al ver a sus hijos reírse del compañerito diferente, prefieren callar y no decir nada. Hoy, quiero reconocer todas aquellas veces que YO callé quien soy. Todas esas veces que reaccioné con vergüenza de lo que soy. Todas esas veces que mentí, que engañé, que dejé que se burlaran de mí.
Por todas esas cosas y muchas más, Daniel te pido perdón. Porque la sociedad no la construyen todos esos políticos corruptos que nos dirigen. La construimos todos. Si hoy ya no estás con nosotros, es porque todos contribuimos a que así fuera. Como decía uno de los carteles dispuestos en la reja de la Posta Central, ‘perdónanos por esta sociedad asesina’.
Hoy, me comprometo a no esperar que otros den un paso por mí. Prometo no resentirme y actuar con odio. De que me sirve maldecir a tus agresores y esperar de brazos cruzados a que las cosas cambien. Me comprometo a no enajenarme de la sociedad, sino volver a ella y educar a los que me rodean. A derrumbar mitos, a construir un cambio y a no olvidar tu nombre. Detrás de cada hombre que se burla, detrás de cada mujer que no entiende, detrás de cada cara de extrañeza y rechazo, simplemente existen prejuicios, falta de educación y  poca cercanía. Es que no sabemos quiénes somos. Es que no queremos entendernos. Es que tenemos miedo. Y yo quiero  que eso cambie.
Desde hace unos días estabas en un barco navegando entre la vida y lo que hay mas allá de ella. Tu energía por quedarte mantuvo a la opinión pública pendiente de ti. Pero hace unas horas, tu barco finalmente ha zarpado. Espero que entiendas que tu nombre, HOY,  nos ha cambiado como nación y que tu violento desenlace, para muchos como yo, ha contribuido positivamente en nuestras vidas.
Buen viaje Daniel Zamudio.